Pura adrenalina emocional

Ainara LeGardon está de aniversario: este año se cumplen dos décadas de su primer concierto. Por aquel entonces tenía 14 años, le apasionaban las cajas de ritmo de Depeche Mode y la oscuridad de The Cure y era «igual de transgresora y vanguardista que ahora», bromea medio escondida tras sus gigantes gafas de sol. «Tomé muy pronto la decisión de dedicarme a la música. Desde los siete años se convirtió en mi válvula de escape, tocando se me olvidaban los malos momentos», recuerda.

Fue buena estudiante, pero pronto se dio cuenta de que, entre la guitarra y el estar analizando Ph's en un laboratorio, la música le ganaba la partida a la Química por goleada. Y no le ha ido nada mal. Chris Eckman (The Walkabouts) la apadrinó y produjo sus dos primeros discos, folk herido y ultrapersonal. Y hasta Mark Lanegan, su dios particular, la ha felicitado personalmente por su manera de entregarse sin límites a la hora de componer y subirse a un escenario, dejándose no sólo la piel, sino también el corazón.

LeGardon acaba de publicar We once wished (Aloud Music), un disco repleto de canciones duras, inflamadas y emocionalmente explosivas, algo más eléctrico de lo habitual. Ha tardado cinco años en sacarlo de dentro. Está inspirado en 48 horas de su vida que marcaron un antes y un después y que, todavía hoy, la acompañan allá donde va. No da más detalles, prefiere mantener algunas cosas en secreto. «En cada disco lo vuelco todo, necesito vivir así. Sé que caminar al filo de emociones tan potentes te puede llegar a crear problemas, pero no sé hacerlo de otra manera», explica. «Pero el misterio es necesario, porque al fin y al cabo, es mi vida de la que hablamos. De todos modos, el hecho de que las letras no sean tan explícitas hace que mucha gente se identifique». Sus canciones, confiesa orgullosa, han inspirado relatos, un libro y hasta una tesis doctoral.

Pese a ser una de las artistas españolas más respetadas de la escena (apunte: está cansada de que le hablen de PJ Harvey), la crítica se empeña en repetir una y otra vez que su trabajo está «injustamente infravalorado», algo que no acaba de entender. «Yo me siento valoradísima, el público me respeta muchísimo y noto que es fiel», insiste. «Tengo la suerte de contar con un puñado de amigos músicos que me admiran y trabajan conmigo por amor al arte y por amistad, y eso es impagable. Vivimos a cientos de kilómetros así que no podemos ensayar todo lo que querríamos, pero todo lo compensa la complicidad que luego se logra en el escenario. Me vale más una mirada a los ojos que la posibilidad de estar tocando con los mejores músicos del mundo con los que no tienes conexión. Otra cosa es que los discos se vendan más o menos, para mí es secundario. La intensidad de los directos, sean delante de 100 o de 1000 personas, es lo que cuenta para mí».

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