Conducir borracho es perjudicial para la salud de los demás

Cicatrices metálicas de 20 kilómetros de largo adornando los blancos paisajes de la meseta castellana. Noche polar y síntomas de congelación. Protección Civil acusando a los meteorólogos, éstos culpando a los de Tráfico, los de Tráfico colocando el reojo rencoroso en los de Protección Civil. Los ciudadanos ateridos arrojando maldiciones contra el Gobierno. Yo viajé aquella noche y ni tirité de frío ni alcancé mi lugar de destino con otro retraso que unos 20 minutos previsibles y perdonables. ¿Mi secreto? Iba en tren.

En nuestros automovilizados tiempos, por alguna razón que sólo la alquimia de los intereses podrá poner en claro, a los coches nunca se les culpa de nada. Cada año las carreteras matan a más ciudadanos que la vejez o el tabaco y a nadie se le ha ocurrido obligar a que en cada carro se imponga una leyenda similar a la que campea en las cajetillas de cigarrillos: las Autoridades Sanitarias advierten que conducir es perjudicial para la salud de los demás. 

Es dolorosamente diáfano que las campañas organizadas por Tráfico para detener el incremento de cadáveres que las carreteras cosechan cada año no han servido de mucho. Pero, mientras dentro de unos años fumar será un placer clandestino y a las marcas de cigarrillos se les prohibirá publicitar su producto (cuánta razón llevaba Marge Simpson en aquel episodio en el que perseguía a su hijo Bart para clavarle una estaca en el corazón diciendo: «Hoy sólo le chupas la sangre a la gente, pero mañana podrías ponerte a fumar») los anuncios de coches siguen siendo eróticos y elegantes, y ahora además potencian una virtud que cada vez será más irremplazable: la fortaleza. Ahora para vender un coche el publicista nos dice: si se pega un trompazo, que se mate el otro. 

Es síntoma de nuestra progresiva infantilización acogerse al recurso de ceder la responsabilidad acerca de todo lo que nos ocurre a las Autoridades. De acuerdo, éstas no estuvieron a la altura de las circunstancias, pero ¿quién ignoraba cuáles eran las circunstancias de aquella noche polar? ¿Cuántos de los que integraban las largas cicatrices metálicas podían haberse ahorrado la experiencia? Lo más sencillo sin duda era ladrar: Porco Goberno. Yo también lo hice pero, eso sí, calentito y adormilado, en un vagón de tren.

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