El protagonista de Novecento

Sospecho que el aguerrido campesino Olmo Dalcó, protagonista de Novecento, intentaría convencer con argumentos humanistas al sofisticado budista Bernardo Bertolucci de la permanencia de la lucha de clases. Paul, aquel huracán consumido por la soledad, el vértigo y la desesperación existencial, que agonizaba en París después de bailar su último tango, sería más drástico con la actual espiritualidad del hombre que le inventó. A lo mejor, se decidía a aplicarle en sus delicados glúteos un poco de mantequilla y le regalaba el contundente y definitivo nirvana.

Ha declarado el director de este opulento y empalagoso pastel titulado Pequeño Buda que «gracias al budismo no necesito pastillas para dormir». Me alegro de que haya encontrado tan espiritual somnífero y de su envidiable paz interior, pero sería deseable que aplicara un poco más de rigor y credibilidad a su nuevo apostolado cinematográfico si sus películas pretenden seguir admirando y conmoviendo a los espectadores que aún no hemos alcanzado su kharma.

Bertolucci intercala dos historias en este blando y lujoso panfleto. La primera haría morir de envidia a la imaginación de un guionista de Estrenos TV. Cuenta el entrañable hallazgo por parte de unos angelicales monjes tibetanos de una criaturita norteamericana en la que suponen se ha reencarnado uno de sus más trascendentes lamas. El descubrimiento y la conversión a los infinitos dones del budismo no sólo alcanza al predispuesto niño y a su humana mamá sino que también toca con su varita mágica al escéptico papá, ingeniero materialista y angustiado por el suicidio de su estafador jefe y amigo. La segunda podrían haberla concebido a medias entre el Walt Disney más insoportablemente relamido y el patético Spielberg de Hook. 

Narra la melosas andanzas del príncipe Sidharta, aquel principito al que su padre intentó inútilmente proteger de las tinieblas del mundo exterior y que decidió prescindir de todas las cosas materiales para encontrar a Dios. Como biografía de santo y apoteosis del milagro es bastante previsible aunque reconozco que queda muy bonito lo de los árboles doblándose a su paso y la monstruosa cobra transformándose en paraguas contra la lluvia.

Esta oda a los sentimientos místicos y salvadores (la nueva moda va a ser larga y prolífica, también extenuante para los que detestamos las modas) está primorosamente realizada, con el deslumbrante diseño visual que caracteriza a este poderoso director. Se notan los millones de dólares invertidos en sastrería, decoración, extras exóticos y localizaciones. Se notan los desvelos de los guionistas, del extraordinario fotógrafo Vittorio Storaro y del lírico músico Ryuichi Sakamoto por convencernos de la belleza que rodea a su pedagógica fábula. Es una lástima que este «look» tan cuidado no logre transmitir ninguna emoción pasajera o duradera. Lo más preocupante es que el director de este aparatoso circo de naderías esté convencido del mensaje moral que pretende vender. Estoy dispuesto a creerme cualquier idea en una película a condición de que me sepan engañar, de que me fascinen, pero Pequeño Buda sólo me provoca desinterés y una ligera somnolencia.

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