A Picasso no le gustaban las mujeres

Cuando el espectador se pregunta por los motivos que inducen a los genios de las artes a fijar su producción con ese grado de originalidad y maestría, a menudo olvida que aquéllos fueron tan seres humanos como él. La diferencia estriba en que supieron interpretar el mundo en derredor de manera distinta y, en ocasiones, en un motivo cualquiera consiguieron encontrar ideas y extraer principios que, convenientemente sublimados, dieron lugar a obras maestras. 

En lo concerniente a Picasso, el artista inclasificable por excelencia, que ha figurado a la vez o sucesivamente dentro de diversos grupos y variadas tendencias, la mujer ha supuesto uno de sus más poderosos acicates a la hora de formular sus creaciones. Todas las individualidades femeninas que formaron parte de su vida contribuyeron, de un modo u otro, a fundamentar su multiforme ejecutoria que le ha situado entre los primeros autores del mundo contemporáneo.


Sin la pasión que demostró hacia ellas, sin la vorágine de sentimientos que en él provocaron, sin el amor o la sensualidad a las que le arrastraron, la historia del arte del siglo XX hubiese sido muy distinta. 

Como una catarata sin fin de torrencial y desmedida potencia, Picasso produjo infinidad de piezas que tenían por tema a la mujer o se encontraban condicionadas por todos los aspectos de su papel en la vida, como madre o amante, como hija o desconocida, como fuerza de la naturaleza o forma espiritual, como realidad o mito, pero perpetuamente en primer plano, mediatizando con su presencia su inagotable actividad. Tales consideraciones se advierten y admiran a la perfección en el compendio de obras que constituyen esta exposición formada por pinturas, dibujos y grabados. 

Una parte de ellas son propiedad de Catherine Hutin, la hija de Jacqueline, que vivió con su madre junto a Picasso la última etapa de la existencia del célebre malagueño. El resto lo compone el legado de la propia Jacqueline al Estado francés, depositado en el Museo de Arte Moderno de Saint Etienne. A través del centenar de obras reunido se tiene clara constancia de que «detrás de cualquier gran hombre hay siempre una gran mujer», aunque en el caso del genial creador, no fuese una sino varias.

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