Buscando una respuesta encontró la muerte

Mientras tanto, prosigue intermitentemente la historia de Buda: espectacular, narrada al pueblo, no muy lejos de la marca de De Mille.

Aquí entra en juego el imaginativo escenógrafo y coreógrafo de El último emperador, con su atracción por lo exótico, su culto por los detalles particulares: Ios árboles que se doblan ante los milagros de Sidarta, la cobra que le sirve de paraguas cuando Llueve, la lucha con las tentaciones en forma de mujeres, la elaborada secuencia bajo el árbol de la Bodhi con su sugestivo delirio de efectos especiales: truenos, rayos, el mar hirviente, un ejército a lo Kurosawa que dispara flechas de fuego contra el impasible Buda. En suma, una iluminación que corre el riesgo de hacerse eléctrica. Todo ello amalgamado con una moral por encima de razas, conciliadora.

Existe también una segunda película, más personal, a la que el director da más importancia, aunque concediéndole menos espacio y casi escondiéndola en los pliegues de una narración superelaborada. Se trata de la película sobre la pareja en crisis. Es fácil captar algún matiz autobiográfico en este problemático personaje masculino, que ama las casas vacías y es reacio a cualquier tipo de fe. Se trata del habitual protagonista de Bertolucci, un pariente del Malkovich que en el desierto buscaba la respuesta y encontraba la muerte, y que ahora alcanza una explicación. Esta parte secreta de la película, que los americanos no captarán, está reservada para nosotros.

En realidad, El Pequeño Buda se resuelve en una meditación sobre la fragilidad de las creaciones humanas, ejemplificada en el «mandala» de arena coloreada que un solo manotazo borra en el último encuadre. Es como decir que el hombre y sus obras viven frecuentemente en suspenso entre la realidad de la «no permanencia» y la esperanza del Nirvana.

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