La Bella Dorita lloraba y era feliz

Independientemente de su calidad o de la ausencia de ella, existe algo mágico en todo el cine mudo, encanto relacionado con la ternura de lo naif, el balbuceo de un niño intentando expresarse, una pureza probablemente involuntaria, exageraciones comprensibles y disculpables.

Estas son mis frívolas razones y no el morbo hacia la sociología de la vieja España, o el interés por las raíces de su cine, para seguir con tibia continuidad las laboriosas y apetecibles Imágenes perdidas que pasa La 2. El último programa estaba dedicado al drama y su complemento más fácil y genuino: el llanto. Los títulos de aquellas películas no eran el invento de un profesional de la sátira, respondían a la demanda emocional de los nada sofisticados espectadores. 

Juzguen la candidez de su enunciado, su desconocimiento del sentido del ridículo: Amor que mata, Pacto de lágrimas, Misterio de dolor, Justicia divina. El actor José Crespo ofrece una explicación revolucionaria a esa saturación monotemática: «La gente iba al cine a contemplar el drama que no tenían en su vida.

Ahora buscan en el cine la comedia y la risa, porque la vida real está mucho peor». La Bella Dorita, personaje fascinante, cínico, absolutamente moderno, juzga con más sentido crítico las constantes temáticas del folletín, inevitablemente habitado por los celos, la traición, seducciones y abandonos, niños y el castigo divino: «Era un cine pobre, la típica españolada, en el que solo se pretendía que la gente llorara a moco tendido. Al público le gustaban esas cosas y se sentía feliz. A mí, no». La Niña de la Puebla lamenta la insoportable levedad del ser que caracteriza a las soluciones para el desamor en los tiempos actuales: «En el cine de entonces, si un hombre dejaba a una mujer, ella se moría de pena. Ahora, cada uno se va por su lado y santas pascuas».

El ciclo que homenajea a Frank Capra, un hombre inteligente que se impuso a si mismo y a los espectadores hambrientos de sueños la creencia en los milagros, en el «Dios aprieta, pero no ahoga», en el triunfo del bien y demás consoladoras falacias, demuestra, en contra de las certidumbres de la «intelligentsia» y del Harry Lime de El tercer hombre, que si se dispone de talento y de fe también es posible crear arte con los buenos sentimientos. Imagino que si sus fábulas humanistas, en vez de estar protagonizadas por señores tan creíbles y queribles como James Stewart y Gary Cooper, las interpretaran los discípulos de Stanislawski, ningún espectador inocente o sofisticado podría admitir esas salvaciones que la vida niega. Las mentiras con clase aburren menos que la dichosa verdad.

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