Los sueños de los niños

Tres toreros, un inventor, un cantante, un peluquero, dos policías, dos albañiles... Es lo que creían que serían de mayores -o soñaban- de no triunfar como futbolistas. Crónica rinde homenaje a aquellos niños que hoy pueden hacer de nuevo historia. 

Iker Casillas. «Estoy seguro de que su hijo va a ser futbolista y de los buenos», le vaticinó un zapatero a su madre, cuando Iker era aún embrión. Al padre, José Luis Casillas, guardia civil, lo habían destinado a Bilbao, pero la familia no tenía intención de asentarse allí. «Quédese», rogaba el zapatero. «Así nacerá aquí y podrá jugar en el Athletic». El zapatero, del que nadie en la familia Casillas recuerda el nombre, no logró que el niño naciera en Bilbao, pero rizó su otro diagnóstico prenatal. «Si aún vive se acordará de su profecía», ha dicho de él Iker, quien, de no estar haciendo paradas de ciencia ficción, habría querido ser policía.

Sergio Ramos. La diablura del penalty a lo panenka no es nada comparado con las que debió de montar en la infancia, fechorías que se mantienen bajo secreto familiar. «Me meterían preso si contara mis travesuras», ha dicho él. De niño aspiraba a vestirse de luces: «Yo quería ser torero, pero a mi madre le daba miedo». Nacido en una humilde familia de Camas (Sevilla), con su primer sueldo le puso a su abuela una cocina y un cuarto de baño nuevos.

Gerard Piqué. Nació con genes futboleros, ya que el abuelo, Amador Bernabéu, fue vicepresidente del Barça, aunque su futuro pudo frustrarse siendo bebé. La madre, Montserrat, directora de un centro médico, ha referido el episodio así: «Tenía 15 meses, hacía poquito que había comenzado a caminar y cayó de una terraza. Se hizo un traumatismo craneal. Dejó de caminar durante tres días y tardó una semana en recuperarse». La versión extraoficial dice que el niño seguía una pelota. De no ser futbolista, habría heredado la empresa de construcción de mallas de vidrio de su padre, Joan. 

Xavi Hernández. La anécdota se data en 1985, cuando él tenía 5 años, y sitúa el momento en que Xavi decidió que, en el fútbol, sería batuta. Todos chiquillos corrían desordenadamente al ataque, ansiosos por marcar, menos uno que quedaba siempre clavado en el centro del campo. «Hijo, ¿por qué no atacas como los otros?», le preguntó su padre, Joaquín, almeriense emigrado a Cataluña. «Porque si yo no estoy aquí, el balón no llegará allí». Si no hubiera cuajado como futbolista habría estudiado INEF. 

Xabi Alonso. La Concha, San Sebastián, 1990. El director de cine Julio Medem prepara su ópera prima, Vacas, y no encuentra un chaval pelirrojo y fuerte que dé vida a el Peru. Paseando por la playa, ve a aquel niño de ocho años que da patadas a un balón, el retrato exacto de lo que busca. La madre, Isabel, le dijo «no» al director y evitó que Xabi se iniciara como actor. Hijo del ex futbolista Periko Alonso, era una buen pieza en la infancia. «En casa de mi abuela, tirábamos piedras a los coches que pasaban», ha contado. 

David Silva. «Jugaba con papas y naranjas al fútbol delante de la casa, con cuatro o cinco años. A veces lo echaba para fuera del pasillo porque entre él y su primo me iban a volver loca con el fulbo, el fulbo, el fulbo... Les hacía una pelota de trapo y los mandaba a la calle». Habla Antonia Montesdeoca, la abuela paterna, quien lo crió en Arguineguín (Las Palmas). Hijo de Eva Silva, de ascendencia japonesa, de no ser el mago merlín del fútbol, como lo llaman en Inglaterra, podría haber seguido los pasos de su padre y haber patrullado con Iker. Fernando Silva, ex policía, se encarga de la seguridad del estadio del Valencia. 

Cesc Fábregas. ¿Qué niño de 8 años dice que no a un McDonalds el viernes noche porque al día siguiente juega y tiene que cuidar su dieta? Aunque parezca increíble, Cesc. Ni la Play ni ningún otro juguete le hacían sombra al balón, su obsesión. De no haberse abrazado a él desde tan pequeño, podría estar usando casco a pie de obra en el pequeño negocio de construcción que su padre, albañil, heredó del abuelo. 

Sergio Busquets. Lleva tatuado en el brazo el nombre de su abuelo, quien lo llevaba a ver los entrenamientos de su padre, Carles Busquets, ex portero del Barça. Un día el entrenador Carles Rexach se fijó en el niño y le lanzó un balón durante el entrenamiento del primer equipo: «A ver cómo la toca el nano». Y el nano empalmó la pelota y la lanzó directamente a la cara del míster. «Pues sí que parece que la toca el nano, sí». Pensaba estudiar INEF.
Andrés Iniesta. Le han preguntado mil veces que habría sido de no ser futbolista y nunca ha sabido responder. Quizás porque su padre le compró un par de botas antes de nacer, como si supiera que había engendrado un genio futbolístico. El niño iba al colegio hasta mediodía, hacía 100 kilómetros en la hora de comer para ir al entrenamiento y regresaba a las clases a las 15.00. Luego la abuela le pasaba por la verja del colegio un bocadillo. ¿Habría sido albañil, como el padre?

Jordi Alba. Su infancia está ligada a la de su hermano David, con el que rompía jarrones y cuadros en casa a balonazos e incluso falsificaban su edad para poder jugar los dos en el mismo equipo. Soñaban con jugar una Eurocopa juntos. Como David no está en la selección, Jordi lleva su nombre en las botas. De haber seguido los pasos de su padre, Miguel, sería periodista. 

Álvaro Arbeloa. De niño llegó a jugar con un brazo roto y puntos en la cabeza. Aquel día, hasta marcó de cabeza. Quienes lo entrenaron en su colegio de Zaragoza, donde se trasladó con 4 años, dicen que destacaba por su competitividad, una cualidad que le habría venido muy bien en la carrera de Empresariales que pensaban emprender. 
Fernando Torres. Los dibujos animados Oliver y Benji le inocularon el fútbol, aunque él se veía de portero, como su hermano. «Era muy flaco y siempre llevaba el pelo largo. La gente me echaba menos años y pensaba que no podía jugar contra los defensas más corpulentos», ha dicho de su infancia. Los chavales de la playa de Estorde, en A Coruña, de donde es originaria su familia, dan fe de cómo Torres los doblegaba pese a tener cinco años menos. 

Fernando Llorente. Hijo de un matarife riojano, tocaba el clarinete, el piano, y estudiaba solfeo, pero quería ser torero. Vivió su infancia rodeado de animales: alimentaba a sus gatitos con biberón, acompañaba a llevar las ovejas al monte y recogía los huevos de las gallinas que luego vendía su madre. 
Víctor Valdés. Cuando tenía 10 años, su familia se marchó con su madre enferma a Tenerife y él se quedó solo en La Masía barcelonista. No soportó la ausencia y emigró con ellos. Hasta que vio a sus ex compañeros en el torneo de alevines de Brunete, lloró y regresó. Si no fuera portero, sería policía o militar. 

Javi Martínez. Ha tuneado algún aparato gimnástico para sacarle más partido, así que no extraña que de pequeño quisiera ser inventor. Hijo de una carnicera, su padre, que despuntó como pelotari, le ponía a Julio Iglesias camino de los entrenamientos: «Vuela amigo, vuela alto, no seas gaviota en el mar...». 
Juanfran Torres. Hubiera querido ser peluquero. O torero, como Ramos y Llorente. Afortunadamente el Kelme de Elche le echó el lazo a los 7 años, y allí se formó hasta que el Real Madrid se fijó en él. 

Santi Cazorla. En todas las fotos de la infancia luce esa sonrisa. Habría sido de buena gana tenista, pero su padre lo sentaba en el sofá de casa y le hacía ver los partidos del Dream Team de Cruyff, del que se contagió. 
Juan Mata. Protagonizó un anuncio de éxito de niño, cuando quería ser cantante. Alumno aplicado y responsable, representó a su colegio en un concurso de preguntas de cultura general y ganó un viaje. 

Jesús Navas. «¿Ha venido el pequeño?», preguntaban los entrenadores rivales. «Sí, ha venido». «Pues no hay nada que hacer». El pequeño era además un lince en las matemáticas y quería ser músico. 
Pepe Reina. Los de la Escuela de Fútbol Madrid Oeste pensaron que habiendo sido su padre, Miguel Reina, un buen portero, alguno de sus hijos tenía que valer. Pepe entró en el club después de que convencieran a su padre en un Burguer King. Ya entonces levantaba los ánimos del equipo. Quería ser delantero. 

Álvaro Negredo. Cuando jugaba en los parques de su Vallecas natal, en Madrid, lo llamaban Negredito. Fue la pesadilla de los vecinos de su edificio, que no podían echar la siesta porque Negredito pateaba el balón contara el edificio. ¿Habría acabado de taxista como su padre? 
Raúl Albiol. Hijo y nieto de futbolista, parecía predestinado a ganarse la vida con un balón, aunque no le hubiera importado que hubiera sido de baloncesto. Era un espárrago con mucho genio, capaz de levantarse sin protestar tras una entrada brutal, hacer dos paredes y marcar. 

Pedro Rodríguez. Se crió entre las cabras y gallinas de su pueblo, Abades, en Tenerife, y la gasolinera donde sigue trabajando su padre y donde podría haber acabado él. «Teniendo un padre que trabaja en una gasolinera uno no puede jugar mal al fútbol», dijo de él Guardiola. 

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