Así se hizo famosa Antonia San Juan

Se agradece que los personajes de Tirso no hayan mutado por un vaya usted a saber qué en malabaristas o echadores de cartas, dígase como ejemplos groseros. 

La nobleza de los materiales que componen una obra no requiere en ocasiones más que de una lectura inteligente que explicite sus contenidos. Es lo que hace Eduardo Vasco en este Don Gil de plástica velazqueña, estupendamente interpretado por un amplio plantel de gentes ilusionadas por aparecer en escena y jugar al teatro. 

Y lo digo porque a la primera función acudieron jóvenes estudiantes de ambos sexos que disfrutaron la mar. No creo yo que se tratara de un público avezado en lides dramáticas, por supuesto. Pero en su curiosidad ingenua descubrieron que metros arriba estaba sucediendo algo que merecía la pena, que los diálogos en verso divertían tanto como el mejor chiste que conocen. Una gozada, vamos.

El enredo propiciado por el autor discurre en tiempo de farsa, que es la exageración calculada de los tipos cuando se manifiestan como partícipes del engaño general. Aquel mercedario sabía mucho de mujeres y por eso Juana es un arquetipo en el que se han mirado otros autores, a la hora de recrear cualquier asunto en el que se reivindique como necesaria la venganza femenina. 

La comedia discurre por ese camino y, claro, a su paso va dejando víctimas que lo son en su propia estupidez. Todo ello, repito, muy bien dicho, al amparo de una decoración sobria pero didáctica. Se trata de un montaje apto para cualquier mentalidad, lo que no es fácil. Seguro que los chicos primerizos comentaban al abandonar el Arriaga los numerosos lances a los que habían asistido como espectadores privilegiados. Si alguien pregunta cualquier día para qué sirve el teatro, podríamos contestarle que para esto. Que no es poco.

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