Domingo Valderrama, el torero enano

Por estas tierras es legendaria -así lo dicen ciudadanos de a pie y corroboran miembros del Gobierno que padecemos- la bravura bronca de un ministro recaudador apodado «el enano de Tafalla». Desde ayer este bronco e ilustre político ha pasado a segundo plano. En cuestión de hombres bajitos, aquí en Pamplona ya sólo tiene predicamento Domingo Valderrama. La bravura de este pequeño torero sevillano ha eclipsado el genio marrajo del «enano de Tafalla». Ojalá encontráramos, en política, alguien capaz de eclipsar al navarro de Tafalla con la misma contundencia que lo hizo ayer, dicho sea con todos los respetos y sin ánimo de ofender, el «enano de Sevilla».


Aquí ya sólo hay un enano con estatura de gigante: Domingo Valderrama; con dos pelotas. Respeto y mitología ganada a pulso, qué conste. Impresionante el trapío, la romana y la acometividad en varas del primer miura. E imponente la cabeza. ¿Quién dijo que no pueden embestir toros con más de 600 kilos? Los del Marqués de Domecq de anteayer y los miuras de ayer niegan tal aserto. Otro día hablaremos de ello. Hay efectos psicológicos con esto del trapío, el volumen y los cuernos. Y si no que se lo pregunten a José Antonio Campuzano y su cuadrilla. Los subalternos, siguiendo el mal ejemplo de su matador, anduvieron medrosos y fugitivos. Nadie se paró a pensar que, por encima de la imponente apariencia, allí había un toro de bandera. ¿Complicado? Puede. Las complicaciones justas del toro de casta. Más problemas, y menos cornamenta, tenía el cuarto. Y causó la misma sensación de desasosiego a Campuzano y su cuadrilla que el agalgado y cornalón primero. No se arredró Valderrama, si bien es verdad que el segundo miura no era el miura de antes. 

Y aunque tenía ideas, tenía cuerna más exigua. Podría decirse que era un toro de cabeza pobre por fuera pero bien amueblada por dentro. Y Valderrama lanceaba a la verónica como si se tratase de un juampedro. Valderrama tenía una idea muy precisa de cómo someter al corpulento bicho. Y lo hizo a base de echarle la muleta «alante» y ligar con decisión los redondos. Cuando intentó el natural, el toro ya no tenía un pase. Le atizó un bajonazo miserable y de efectos fulminantes. Nadie reparó en ello y, si reparó, se lo cayó. Le dieron la oreja y no seré yo quien la proteste. Nada más salir el quinto de chiqueros, el arrojado Valderrama se fue por él. Verlo dar lances a aquel cargamento de cuernos que coronaban un cuerpo de 600 kilos producía una penosa sensación de heroicidad indefensa. Manso, coceante e imposible el miura. Y Valderrama, lidiador. Largó otro bajonazo asesino, pero qué va a hacer Domingo Valderrama con esos centímetros de estatura que la naturaleza le ha dado. No es que Valderrama apunte a los bajos. Es que no llega a los altos. Con todo, hizo la suerte a ley y temerariamente.

Se acostaba por el pitón derecho el tercer toro y, de tanto acostarse, acabó dormido bajo el caballo. Y luego, amuermado y triste, se dedicó a estudiar taimadamente a Higares y a tirarle cornadas que, afortunadamente, no llegaban a destino. Salvado más que decorosamente el trance del capote con lances a la verónica, acabó también con decoro la lidia del incierto bicho. Pánico otra vez en las banderillas del sexto. Y cambio de tercio, más por impotencia de los subalternos que por necesidades de la lidia. Mal lote le tocó a Higares. Y resolvió la papeleta sin complicarse la vida en exceso, con sabiduría y profesionalidad. Mención especial, y emocionada, al quite que El Tiri, de la cuadrilla de Higares, hizo a Michel Lagravere cuando salía perseguido de un emocionante par de banderillas. Un quite oportuno y preciso.

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