La protección a los inmigrantes

Cerca de ochocientos mil extranjeros viven en nuestro país. De ellos, aproximadamente un 38% está en situación ilegal en virtud de una legislación -Ley Orgánica de 1 de julio de 1985 sobre Derechos y Libertades de los Extranjeros en España- y de una serie de normativas paralelas, que dificultan el acceso de estos inmigrantes a la legalidad.

El resultado aboca a miles de personas a la marginación y la explotación, bajo el riesgo permanente de ser expulsados sin contemplaciones. Un informe de la CE certifica que España maltrata a los inmigrantes, especialmente a aquellos procedentes de países pobres o en crisis.

Esta palma de martirio se la llevan hispanoamericanos, marroquíes, portugueses, filipinos, africanos en general y, últimamente, polacos. La Ley de Extranjería -que hubo de ser modificada por el Tribunal Constitucional y es cuestionada en la práctica a menudo por el Defensor del Pueblo- se ha revelado como un instrumento que, más que regular una acogida digna, facilita una segregación y un rechazo indignos.

La actitud de España hacia los inmigrantes está en sintonía con la onda europea. Europa, al tiempo que tiende a la difuminación de sus fronteras, se está cerrando en banda a la admisión de ciudadanos de terceros países, con especial saña hacia los ciudadanos del Tercer Mundo. Iniciativas como las del grupo de Schengen -cinco países europeos que pretenden suprimir sus fronteras comunes antes del mercado único- o el grupo de Trevi -ministros de Interior de la CE- tienden a encastillar Europa frente a los inmigrantes y a facilitar su expulsión. Europa ve crecer el racismo y la xenofobia, mientras parece haber olvidado que, sólo entre 1846 y 1939, 51 millones de europeos emigraron del viejo continente. España parece haber olvidado la emigración a Alemania y, sobre todo, que tres millones de españoles viven hoy en Hispanoamérica.

Burocracia laberíntica y exigencias económicas desorbitadas actúan de muralla para que los extranjeros puedan vivir y trabajar con normalidad en España. Ahora bien, hipócritamente, son explotados como mano de obra barata, sumisa y sin garantías laborales sobre todo en los pozos de la economía sumergida. Llegado el caso, y en preocupante connivencia con los más xenófobos sentimientos, se procede a redadas y expulsiones colectivas -no autorizadas por la ley- sin tutela judicial. La consideración social de que entre los inmigrantes ilegales abundan los delincuentes y los traficantes y de que el paro no aconseja admitir a extranjeros en nuestro territorio, propician toda clase de abusos.

Otra cosa es, claro, disponer de una criada filipina o de un mayordomo polaco: a eso se le llama doble moral. Como doble moral es mantener grandes palabras sobre el derecho de asilo y, al tiempo, propinar patadas en las posaderas de los parientes pobres del rico Epulón europeo. Si en España no progresa la conciencia sobre la indigna y nada generosa posición que mantenemos hacia los inmigrantes -y la poco concurrida manifestación de ayer en Madrid no es buen augurio-, tal vez pronto nos despertemos con una pesadilla al estilo Le Pen.

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