Hasta chinos en Pamplona

Era el año de gracia de 1972, y en Pamplona, con pasta de los Huarte, se celebraron unos Encuentros de Arte que fueron la pera limonera de la vanguardia y la preposmodernidad. No se había visto cosa igual. Vinieron incluso chinos, y John Cage, con unas consolas llenas de clavijas y cables, puso banda sonora electrónica y repetitiva a los militares muros de la Ciudadela. El personal local no salía de su asombro.

Llegaron trenes, que no estaban rigurosamente vigilados, llenos de melenudos de Madrid, y la ciudad, adaptada a los sobresaltos que daban los extranjeros en los Sanfermines, no podía, sin embargo, asimilar aquella invasión de ladrones de costumbres. Pero, con ser fuertes las impresiones recibidas por una ciudadanía hecha a la rigurosa estética calar, no fueron las «performances» de Zaj o las letras gigantes de Gómez de Liaño las que más sobresaltaron a los provincianos paseantes. Lo que más se caviló fue que buena parte de los ocasionales visitantes de sexo masculino llevaba bolso. 

O sea, como las mujeres. Gástate una fortuna para montar una ferolítica convención de artistas vanguardistas y soporta luego que la gente de a pie pase de los televisores de Antoni Muntadas y se quede con la copla de que los hombres usan bolso. Esto quiere decir, ni más ni menos, que las grandes revoluciones son las del paisaje, las que introducen factores nuevos y sorprendentes en el panorama que el ojo cansado de lo convencional mira.

No es que los grandes creadores no tengan nada que ver, ya que los caminos de transformación de las formas son insondables, sino que cuatro gitanos, con perdón, vendiendo un firindulillo peculiar en un puesto callejero hacen más, a primera vista, por la evolución de los hábitos que Warhol pintando rosarios en la sobaquera de Marilyn Monroe. Ahora tenemos el «boom» de la faltriquera, sosamente llamada «bolsa de cintura», también conocida como riñonera, aunque no se lleve tanto por encima de las posaderas como dando calor al apéndice. Esta faltriquera, usada a su conveniencia por montañeros y fotógrafos, se está generalizando ahora como adminículo heredero de la popular «mariconera», artefacto que, en perfecta sintonía con la cadenita de sujetar gafas y los calcetines blancos, viene caracterizando al retromoderno contemporáneo.

Se lleva la faltriquera enganchada al cinturón a la altura, ya digo, de la pelvis, y en ella se guarda, yo no uso, vaya usted a saber qué: la tarjeta de crédito, las llaves del coche, el colirio de urgencia, el condoncillo accidental, el DNI, en fin, el equipaje del explorador urbano, del aventurero de la jungla del asfalto, que, en una de éstas, necesita un bonobus para llegar a las Indias de Moratalaz. Si Marco Polo la hubiera conocido.

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