A Laetitia Casta no la quieren en España

Haider y su ministro de Finanzas, pillados en actitud de mutuo arrobo - Xenofobia de postín: Laetitia Casta no es querida en España e Inés Sastre no es querida en Italia - Laetitia nos distrae de esas modelos con estética de campo de concentración.

Al final habrá que darles la razón a los agoreros y se nos caerá la cara de vergüenza. Las manifestaciones de xenofobia no empiezan y terminan con la diáspora magrebí. Esta semana, mientras políticos y sindicalistas reproducían la caravana de Bienvenido Míster Marshall en ese mar de plástico llamado El Ejido (muy ilustrativas, por cierto, las palabras que Juan Goytisolo y Antonio Burgos le dedicaron al tema del racismo en los campos de Almería; Goytisolo habló de los parias que confunden la calidad de vida con un «mercedes»: «El Ejido ha enterrado su pasado», dijo. Antonio Burgos explicaba el desclasamiento con referencias biográficas: su abuelo fue un bracero de Viso del Alcor que aprendió a leer en un cuartel y que ahora se le aparece en el recuerdo bajo el semblante de un Mustafá o un Mohamed. También para Burgos, el mayor pecado es negarse a mirar atrás). Bien. Dicho esto creo que he perdido el hilo. Un momento, que voy a buscarlo.

Pues eso. Mientras todo sucedía, insisto, en algunos cenáculos del colorín se arremetía contra Laetitia Casta. Ya que los camioneros franceses no se ponen a tiro, crucificamos a Laetitia, que también es un poco camionera y un mucho, o un todo, francesa (coincidirán conmigo en que la Marianne tiene algo de jaca gloriosa, de vestal nutrida, de floripondio liberal, en fin). Y es aquí donde una salta como una hiena. Laetitia me gusta. Me gusta tanto que incluso me conformaría con llamarme igual. 

Ella nos distrae de esas sirenas traslúcidas y quebradizas que han llevado a las pasarelas la estética de los campos de concentración: hambruna, ojeras y huesos en pico. En Granada, donde Laetitia Casta está rodando una película con Joaquín Cortés (o sea, posando en unos exteriores tipo marco incomparable), la chica ha hecho lo que hacen todas las guapas oficiales: taparse la cara, poner morritos, parapetarse tras sus guardaespaldas y cantar tonadillas infantiles (La cucaracha, Un elefante se balanceaba, etc). 

Con tal ingenuo motivo, alguna gente estrecha se ha sentido burlada. Cielos: Laetitia no recita a Rimbaud, ni canta a Piaf, ni memoriza a Voltaire. Simplemente hace el bobo, como cualquier chica de su generación. Lógico. «Qui nïa pas lïesprit de son âge, de son âge a tout le malheur» (traduciendo a bulto: si no te comportas según tu edad, serás un desdichado). Eso, como comprenderán, no lo digo yo. Lo dijo Voltaire mucho antes de que hubiera nacido Laetitia Casta. Lo de Laetitia viene a ser un suma y sigue de lo que pasó días atrás con Catherine Deneuve, a la que tambien se insultó durante su visita a Madrid subrayando su condición de francesa. 

A lo mejor es que desde el subconsciente queremos vengar el trato (injusto) que recibe Inés Sastre en Italia, donde las starlettes domésticas se han amotinado porque la chica ha sido asignada para presentar el Festival de San Remo. La xenofobia, este año, está resultando peor que la gripe. Laetitia no es querida en España e Inés no es querida en Italia. Los rumanos no son queridos en el gran Madrid y los magrebíes, en el Ejido. Aparte están los que no son queridos en ninguna parte, pero de eso no hablo porque no albergo una ONG en el corazón y además, también yo se la tengo jurada a mucha gente con partida de nacimiento variadita.

Y ya que estamos en el capítulo xenofobia no puedo resistir la tentación de aludir a dos personajes inquietantes, Haider y su ministro de Finanzas, pillados esta semana en actitud de arrobo, mirándose al fondo de los ojos. La fotografía de la pareja casi tiene luz y sonido. Al verla cree una estar oyendo un fondo de música de Wagner adornado con un rugido de pisadas de soldados. El nacismo sublimó esa clase de amor. Se aman entre sí porque fuera de ellos, todo es extranjero.

Todas las temporadas, Paco Umbral bendice un nuevo libro en Lhardy y sus amigos nos ponemos ciegos a cocido. Esta vez le ha tocado el turno a El socialista sentimental, un título que le sirve de pretexto para fundir política y ficción en una gloriosa novela. Dice uno de los protagonistas -Bustarviejo, un nombre con puntería, suena efectivamente a viejo socialista- que para ser político bastan tres cosas: ser abogado, ser alto y tener buena voz. Enrique Múgica, que presenta el libro, no tiene buena voz ni es alto, y además todo el mundo lo considera un hombre honrado, lo cual se contradice un poco con la idea de político. Pero bueno.

Mientras cruzamos la Puerta de Sol (la mañana es un amable charco de luz) Umbral habla de su fascinación por Ally McBeal y del nerviosismo preelectoral del pepé. Como no tienen nada que ver una cosa y la otra, nos quedamos con Mac Beal. Así me entero de que su mujer (la mujer de Paco, no la de Mac Beal), le graba los capítulos cuando él no puede verlos.

Llegan hasta el garbanzo amigos del escritor, periodistas o incondicionales sin adjetivar. Stampa Braun, que se ha convertido en chico de gimnasio y ha adelgazado mucho (está a cinco minutos de ser una fashion victim); Santiago Carrillo, que fuma y calla, o Inés Oriol, bajo su sombrero (a ella le dedica Umbral el libro). Manuel Hidalgo me advierte sobre los vértigos primaverales y Joaquín Bardavío me revela secretillos de Rigoberta Menchú. Patricia Conde acerca la alcachofa para preguntarme sobre Felipe González. Sólo desencanta quien antes ha sido capaz de encantar, murmuro enfurruñada.

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