Camino de Jericó

Dan no podía seguir la tradición de buscar a su prometida en la casa de su madre, según se acostumbraba. Un desierto separaba Betania de Jericó. Sara subió entonces a Betania con toda su familia. Y Dan fue a buscarla a casa de su tío Eliezer. Las flores habían caído como nieve bajo los almendros. Los narcisos cubrían con un vapor lechoso las laderas de las colinas. 

Los campos cercanos exhalaban bocanadas del penetrante olor de la cebada madura. Sara oyó llegar el cortejo desde lejos. Las mujeres, desde el alba, la habían atendido como a una reina. Tras frotarle el cuerpo con perfumes embriagadores, la vistieron con ricas telas, tejidas especialmente para la ocasión. Habían peinado con cuidado sus cabellos antes de soltárselos.

Sobre los hombros, ceñir su frente con una diadema finamente cincelada y adornarle el cuello, los brazos y los dedos con alhajas de oro y de plata. Reían y charlaban mientras la preparaban, pero Sara estaba demasiado conmovida para prestar atención a su alegre parloteo. Para terminar, le habían desplegado sobre la cabeza el velo blanco destinado a ocultar su rostro a las miradas.

Dan aguardaba en el umbral. Ella, turbada, sentía su muda presencia entre las de los bulliciosos jóvenes que lo acompañaban. Con cuidado, ayudada por las mujeres, tomó su lugar en el palanquín. El velo no le permitía ver más que una luz difusa. En compensación, los sonidos habían adquirido una intensidad extraordinaria. 

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