Robert de Niro el mejor actor de todos los tiempos

Oscurecido injustamente hasta ahora por el brillo de la estrella de Robert de Niro y relegado al eterno puesto de segundón, Harvey Keitel emerge a los 54 años con luz propia como el primero entre sus pares en la segunda y fecundísima etapa de su carrera, de la que ahora se estrena la película El piano. En el filme que le valió a la australiana Jane Campion la Palma de Oro en el último Festival de Cannes, este actor apasionado y apasionante expresa en la piel del salvaje romántico George Baines el dolor físico de la pasión carnal y la lacerante desesperación del amor, en un rotundo trabajo sin fisuras por el que ha sido definido como actor magistral y decididamente genial. Adjetivos que, aplicados a Harvey Keitel, no son otra cosa que pleonasmos.

Jane Campion ha dicho: «Elegí a Harvey Keitel por su animalidad extraordinaria, por su corporeidad y masculinidad, pero también por su gentileza, registros que creo que nadie ha explotado hasta ahora en toda su dimensión. Además, por el elevadísimo nivel de compromiso y concentración que alcanza en cada una de las películas en las que ha trabajado».

El compromiso es algo más que una palabra de diez letras para este actor libre, rebelde y marginal, que no negocia, siempre ha trabajado con quien ha querido, hace las cosas sólo si le sirven para adquirir conocimiento y experiencia y muestra en cada interpretación sus portentosas cualidades físicas, ausencia de barreras y maestría verbal, todo ello concentrado en una pirueta mortal efectuada sin red.

Pero la genialidad y maestría que ahora se le reconocen no son dones naturales, sino el resultado de la experiencia de una vida atormentada, planteada y vivida como un continuo y frenético descenso a los infiernos para, a través del sufrimiento, lograr la redención.

Harvey Keitel, el hombre y el actor, ha estado en ruta desde la adolescencia en el itinerario dostoievskiano por excelencia, un viaje hacia el abismo al que acompaña una gran violencia. Sin embargo, esta vida concebida como un largo camino de sufrimiento y dolor no surge hasta la primera adolescencia.

Keitel recuerda su infancia como un tiempo feliz, pese a haber nacido con los primeros redobles de la guerra, el 13 de mayo de 1939, en la agitada zona de Brighton Beach del barrio de Brooklyn, plagada de bandas callejeras e inmersa en la pobreza, la violencia, la droga y el alcohol.

El pequeño Keitel, hijo de un sombrerero polaco judío y una emigrante rumana, recuerda especialmente las noches de verano en que, pertrechado de comida fría y mantas, acudía a la cercana playa en el extremo de Coney Island para pasar allí la sofocante noche en familia.

El joven Keitel creció en las calles, bares y billares de Brooklyn, comportándose como un mediocre estudiante en la Abraham Lincoln High School, ayudando a sus padres en el pequeño antro de desayunos y comidas que poseían en la avenida X del barrio, engominando su exagerado tupé y ensayando posturitas a lo Marlon Brando dentro de su chupa de cuero. Golfillo apandador, nervioso e inquieto, no era mal chico.

De pelo negro, ojos pequeños pero de mirada intensa, cuerpo atlético y rasgos eslavos, el joven Keitel sufría de tartamudez, lo que le suponía enormes dificultades para expresarse. Este defecto del habla le sumió permanentemente en un estado de constante ansiedad y le convirtió en un joven introvertido, inseguro, atormentado y padecedor de diversos temores y fobias, que, según él, le han acompañado y torturado a lo largo de toda su vida.
Cuando cumplió dieciséis años, decidió hallar una salida a su futuro marginal en Brighton Beach y ver mundo. Se alistó en el cuerpo de marines, con el que, dos años más tarde, cuando el presidente Eisenhower envió tropas al Líbano, aterrizó en Beirut. Del año vivido en la capital libanesa, sólo recuerda una experiencia significativa: la de una noche en que tuvo que salir a luchar en una peligrosa zona denominada Camp Lejeune, en la que su instructor le enseñó como combatir el miedo a la oscuridad total de la noche. Aquélla fue su introducción a la filosofía.
Pero, durante el viaje de regreso a Estados Unidos a bordo de un barco se produjo la segunda experiencia, que provocó un cambio definitivo en su vida. Aburrido por la larga travesía, tomó al azar un libro de la biblioteca. Versaba sobre mitología griega y su lectura le permitió ver, por primera vez, qué sería de su vida si ésta tuviera lugar fuera de Brooklyn e iniciarse en la que es hoy la gran pasión de la vida de un actor escrupuloso y culto.

Una vez en tierra, Keitel dejó los marines y se empleó como vendedor de zapatos en Manhattan. Mientras, acudía a clases de preparación para taquígrafo de juzgado, logrando colocarse en la Corte Criminal de Manhattan. Un compañero de trabajo le sugirió que tomaran clases de interpretación y así fue como Harvey Keitel descubrió las claves para entender su propio y torturante caos y el arte con que dar salida a sus más íntimos demonios.

1965 fue un año clave en su vida. Se mudó a la calle Bedford del bohemio Greenwich Village, trabajando en la Corte de día y desbrozando los secretos del arte dramático de noche. Estudió con Frank Corsaro, que es ahora el director artístico del Actor s Studio. A través de él, conoció a Lee Strasberg y Stella Adler, posteriores maestros, que le ayudaron a romper su incapacidad para expresarse en público.

Tras varias experiencias con Café La Mama, un grupo de vanguardia, Keitel debutó en febrero de 1965 en el teatro con la obra Up to Thursday, de Sam Shepard en el Cherry Lane Theatre, donde le vio un joven asmático de 22 años que estudiaba dirección en la Escuela de Cine de la Universidad de Nueva York, Martin Scorsese.

Fue el desconocido aspirante a realizador quien le animó a presentarse a una prueba de «casting» convocada por él para la que sería su primera película, Who s that knocking at my door?, una «opera prima» semiautobiográfica rodada en 1968 en blanco y negro, en la que Keitel fue el ítalo-americano J.R., personaje con el que electrizó a una crítica maravillada por aquel actor salvaje que durante nueve minutos mantenía frente a la cámara un monólogo furioso sobre Centauros del desierto.
La comunión de almas e intereses entre ambos fue inmediata, se hicieron grandes amigos y compartieron un estilo de vida similar. En veinticinco años han trabajado juntos en seis películas, manteniendo relaciones muy intensas aunque no carentes de conflictos. Recordando aquellos días, Scorsese ha dicho que él y Keitel tenían los mismos miedos ante la vida, similares dudas religiosas e idénticos sentimientos de vulnerabilidad.

Tras aquella experiencia, Keitel volvió a los escenarios y Scorsese marchó a Hollywood, de donde regresaría con el guión que había escrito para su amigo, Malas Calles, que consagraría al director y a Robert de Niro, un actor de películas de serie B a quien Keitel cedió el papel protagonista de Johnny Boy para intentar su lanzamiento. La crítica aplaudió a Keitel en el papel de Charlie, pero aclamó a De Niro.

Después de rodar sendos capítulos de Kojak y FBI para televisión y a punto de regresar al rutinario trabajo del juzgado, fue llamado en 1973 por Scorsese para Alicia ya no vive aquí, pero la película quedó ensombrecida por el estreno de El Padrino 2, protagonizada por De Niro. El realizador les emparejó de nuevo en Taxi Driver en 1975, en la que estuvo portentoso como el musculoso chulo de la pequeña prostituta que encarnaba Jodie Foster, pero la fama se la volvió a llevar el ítalo-americano.
La hora de la revancha.- Pese a todo, Harvey Keitel estrenó cuatro películas en 1976 y parecía que el momento de su revancha había llegado cuando Francis Ford Coppola le eligió para ser el protagonista de Apocalypse Now, el papel más codiciado. A punto de empezar el rodaje en la selva filipina, un duro encontronazo entre actor y director provocó su despido.

Pese a verse eclipsado en los años setenta, tuvo el olfato de protagonizar otra película basada también en un texto de Joseph Conrad, a dirigir por un novato, Los duelistas de Ridley Scott (1977), primera de una serie de «operas primas», de las que ha sido pieza clave: Melodía para un asesinato, de James Toback; Bienvenido a Los Angeles, de Alan Rudolph; Blue Collar, de Paul Schrader, Reservoir Dogs, de Quentin Tarantino (1992) y Young Americans, (1993), de Danny Cannon.

Pese a todo, la década de los ochenta fue una especie de «purgatorio», una auténtica travesía del desierto. Mientras Scorsese y De Niro se consagraban en Toro Salvaje y se afianzaban actores como Al Pacino y Dustin Hoffman, Keitel comenzó a vagabundear y realizó apariciones en veinte películas y tres piezas teatrales. Se fue a Europa mientras en Hollywood se daban a otros los papeles que él habría bordado. Estaba orgulloso de su duro trabajo, pero en su prolificidad no pudo obtener todos aquellos papeles para los que estaba extraordinariamente dotado y acabó siendo lo mejor de varias películas pequeñas, malas o muy poco conocidas.

Entre la veintena de filmes en los que participó en esta época destacan Buffalo Bill, de Robert Altman; Contratiempo, de Nicholas Roeg, Enamorarse, de Ulu Grosbard; las que rodó en Italia: La noche de Varennes (1982), de Ettore Scola, Camorra (1983), de Lina Wertmuller y Caro Gorbachov (1988), de Franco Lizani; Francia: La muerte en directo (1979), de Bertrand Tavernier) o España: El caballero del Dragón (1986), de Fernando Colomo; y películas de serie B como Cop Killer (1983).
Sin embargo, cuando comenzó su particular infierno, vivió el mejor momento de su vida privada: su matrimonio de siete años con la actriz Lorraine Bracco (la temperamental mujer del protagonista de Uno de los nuestros), que le dió una hija, Stella, que ahora tiene siete años. Y cuando creyó que su carrera había llegado a su fin, fue requerido de nuevo por Martin Scorsese, quien marcó el inicio de su nueva etapa con La última tentación de Cristo, en la que fue un Judas con acento de Brooklyn en plena Antigüedad.

Después fue Hal Slocumbe, el cálido y comprensivo policía de Thelma y Louise, papel que repitió en Pensamientos mortales; el amigo de Jack Nicholson en The Two Jakes; el mafioso Mickey Cohen de Bugsy, que le valió una nominación al Oscar; el novio gángster de Whoopie Goldberg en Una monja de cuidado; el recogecadáveres de La asesina y el policía fascista de Sol Naciente. Pero, sobre todo, fue Mister White, mezcla de ultraviolencia y nobleza en Reservoir Dogs, de la que también fue productor, el policía perverso y enfermo de Bad Lieutenant y el director de cine de Snake Eyes, ambas de Abel Ferrara e inéditas en nuestro país.

Ahora, divorciado, residente en Malibú, vestido siempre de negro, con el pelo largo sempiternamente enmarañado, este actor que interpreta en sus películas personajes inverosímiles, que posee una filmografía impresionante, un físico atlético y rotundo y una nariz de dimensiones respetables, al estilo de la de Gene Hackman; es un hombre en camino hacia el paraíso. A punto de protagonizar la segunda película de Quentin Tarantino, Pulp Fiction, junto a John Travolta y Bruce Willis, Harvey Keitel sabe que la hora de superar el dolor ha llegado.

Este hombre, para el que la vida es un viaje sobre una cuchilla de afeitar, describe el momento que vive como «la llegada al infierno, un sitio en el que aprenderé a dominar el sufrimiento para salir de nuevo de viaje a aprender a dominar el dolor».

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