Historias del 11-M

¿Feliz? «He ganado en ver la vida de un modo diferente, en disfrutarla más. Pienso que debo seguir adelante porque tengo una segunda oportunidad que otros no han tenido. Tengo que hacerlo por mí y por los que murieron».

[Esther busca a quien la sacó de uno de los vagones de la calle Téllez. El chico en cuestión fue a verla al hospital Doce de Octubre y dejó su teléfono, pero al hermano de Esther le robaron el móvil y se perdió el contacto. No sabe su nombre. Quiere darle las gracias].

4 «No voy a hacer nada diferente a cualquier otro domingo. Iré a catequesis y atenderé otros compromisos. Porque víctima del 11-M eres todo el año, no sólo ese día».

Esther Sáez González -Madrid, 26 de abril de 1971- siempre ha sido una mujer de fuertes convicciones religiosas. Y cree que la mano de Dios revirtió un diagnóstico médico que parecía irreversible.

Su parte de secuelas es interminable, probablemente el más abultado de los 1.857 informes médicos que dejaron los atentados: deterioro de las funciones cerebrales integradas, parálisis del plexo braquial, hipoacusia, disfonía, dolor neuropático en el brazo izquierdo, hipersensibilidad del cuero cabelludo, alteración del gusto, algias vertebrales, pérdidas de sensibilidad en varios miembros, etc, etc, etc...

Tenía diseccionada la arteria hepática; estallido de los pulmones, la cabeza abrasada por detrás; me tuvieron que operar a las 48 horas; tuve tres paros cardíacos esa noche... Lo normal es que no estuviera aquí, médicamente hablando-, contaba ella misma en Veo7 el año pasado por estas fechas.

Cuando salió milagrosamente viva de la UCI quiso hacer llegar su gratitud al más allá y le envío una carta al Papa -Juan Pablo II entonces- en calidad de representante de Cristo aquí. «En mi corazón sentía un agradecimiento enorme por lo que había hecho por mí, porque me hubiera salvado después de que ningún médico diera nada por mi vida. Dijeron que si salía con vida me quedaría tetrapléjica, y no lo estoy. Él [Juan Pablo II] me contestó diciendo que era una gracia haber reaccionado así».

Más tarde viajó a Roma para recoger el testigo de la Jornada Mundial de la Juventud que se celebró en Madrid en agosto pasado y pudo conocer en persona a Benedicto XVI.

Ahora -casada, madre de dos hijos de 14 y 16 años, farmacéutica de profesión-, dedica gran parte de su tiempo a los demás: «Llevo una vida normal; no puedo trabajar porque tengo incapacidad permanente absoluta. Hago de madre, que no es poco. Y, aparte, hago otras cosas: estoy en una pastoral de enfermos, voy una vez a la semana a estar con abueletes para ayudarles a que su vida sea un poco mejor o por lo menos a escucharles. También soy catequista de niños, y estoy en una pastoral de chicos un poco más jóvenes a los que intentamos guiar».

Esther, de 40 años, ha contado que sufre los dolores de una anciana de 80. Aún así, en lugar de maldecir a los terroristas cada vez que siente una punzada, pone la otra mejilla: «Rezo mucho por ellos, de verdad, sobre todo en el sagrario. Ellos han equivocado su vida, pero yo no puedo juzgar, no sé qué vida han tenido, en qué ambiente han crecido, qué les han enseñado. Yo creo que se han equivocado, y que hasta el último momento hay esperanza. Puede ser que se conviertan algún día, o que su culpa pueda ser más liviana si yo rezo por ellos».

Si Esther Sáez reafirmó su fe tras los atentados, él se alejó definitivamente de ella. «¡Dios ha muerto!», clamaba en el Diario de León ocho meses después de los atentados, convencido de que lo que había pasado era incompatible con la existencia de la justicia divina.

Antonio Miguel Utrera Blanco -Madrid, 1985- renegaba también de la palabra futuro. «Para mí supone un gran esfuerzo pensar en lo que va a pasar y ya no me gusta nada decir "mañana nos vemos" o "hasta mañana" porque puede que el mañana no exista. Desconfío del futuro y de la gente», decía.

Su relato de lo sucedido durante el juicio fue de los más conmovedores: «Veía gente deambulando, era como un baile de sonámbulos, eso es lo que yo recuerdo, una sensación muy triste. Mucho silencio, la gente caminaba, nadie se miraba a nadie, todos miraban a, a la nada, una sensación muy, muy rara, muy rara. Yo caminé por entre las vías y me encontré un pequeño muro de hormigón, sobre el que me, me, me poso, me poso sobre el muro, porque estaba muy cansado, me sentía muy cansado, quería descansar, quería dormir...».

Aquel chaval que salía del tren de la calle Téllez conmocionado -tenía 18 años e iba a la Facultad de Historia de la Complutense donde estaba matriculado-, tenía dos coágulos en el cerebro que le provocarían después tres infartos cerebrales. Sufre hemiplejia en el lado izquierdo. Perdió también el oído derecho. Vocal de la Asociación 11-M Afectados del Terrorismo, se ha licenciado en Historia y tiene un máster en Arqueología del Mediterráneo en la Antigüedad.

Nacida en Pedroche (Córdoba) en 1960 pero vallecana de adopción, Manuela Cantador Escribano se dirigía a su puesto de trabajo en el restaurante de la comisaría de Policía de Canillas en el tren que estalló en la estación de El Pozo. La deflagración le abrasó la parte derecha del cuerpo y le destrozó la pierna izquierda que finalmente le fue amputada por encima de la rodilla. Una oseointegración -una revolucionaria operación que prolongó su fémur mediante una barra de titanio- a la que se sometió en Gotemburgo (Suecia) ha mejorado enormemente su calidad de vida.

«No quiero recordarlo ahora que estoy más tranquila. Nunca lo he hecho y este año no va a ser el primero. Quiero olvidar», dice. Hermelinda Sánchez Hernández, de 59 años, vecina de Cabanillas del Campo (Guadalajara), nunca ha querido hablar con los medios de comunicación. Estuvo 254 días hospitalizada con este cuadro médico: «Hemiparexia [parálisis] izquierda grave. Pérdida de casi la totalidad del cuádriceps derecho, pérdida de sustancia ósea que requiere craneoplastia...».

Una de las historias más conmovedoras del 11-M. Ocho años después, sigue ingresada en la Fundación Instituto San José, en Madrid, en estado vegetativo irreversible. Su dramática situación mereció un capítulo aparte en la sentencia y una indemnización de tres millones euros especial para ella y su familia. El 11-M, Laura tenía 26 años y se dirigía a su trabajo como administrativa en la ETT Randstad Empleo.

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