El puchero negro

Las cinco de la tarde no fueron ayer en Sevilla la hora mágica de aquellas corridas de toros en las que la muchedumbre se apretujaba a las puertas de la Mestranza para presenciar las esencias de Curro Romero o las espantás del maestro entre los almohadillazos del respetable. Alfonso Guerra no fue capaz de alterar el curso habitual de la ciudad. Sevilla, Andalucía entera, estuvo sumida en la sordera de los improperios del vicepresidente del Gobierno a los partidos de la oposición, que pretendían que explicara las andanzas de su hermano Juan.

En el restaurante Los Tarantos del pueblo de Tomares, el comedor entero disfruta de las coquinas y del pescado de Huelva. Nadie recuerda el caso Juan Guerra y las explicaciones que su hermano debía dar ante el Congreso. Manolo es un camarero de tez morena y pelo ensortijado que luce un comienzo de bigote que no le acaba de cuajar. El chaval lo tiene claro al pronunciarse sobre el escándalo de Juan Guerra y sobre la utilización de su apellido para amasar su fortuna: «Cualquiera habría hecho lo mismo en su lugar, ¿no?»

En la misma orilla del Guadalquivir, pero en pleno corazón de la ciudad, en Triana, un puñado de personas apura los últimos sorbos del café con leche después de comer, La televisión está muda. El camarero agarra el mado a distancia y comienza a conectar canales. La primera cadena muestra al mismo Hermida repeinado de todos los días en plena tertulia. En el segundo canal, una rubia maciza colgada al teléfono conversa con un apuesto galán, ambos protagonistas del soporífero folletón que TVE dispensa a la audiencia para favorecer la siesta. En Canal Sur, la carta de ajuste inunda la pantalla. En resumen, una delicia.

El camarero corre a por la radio. El armatoste comienza a desgranar las voces de sus señorías. Los escasos clientes aguzan el oído. El vicepresidente ha empezado a hablar. «Lo de Juan Guerra -dice- no es un garbanzo negro. Lo verdaderamente negro es el puchero. Pero si no se salva ni uno...» Al lado de la radio, una chica moja torta en el café con leche. «¿Ya ha empezado?», pregunta. Tampoco parece muy interesada. Cuando la torta se acaba, coge el bolso, se agarra posesivamente al brazo de un caballero de gafas y se va. Alfonso Guerra sigue hablando del despacho de la Delegación que utilizaba su hermano. La chica ya no le oye.

Un coruñés afincado en Sevilla se aproxima al aparato. El vicepresidente ha comenzado a relatar las funciones de su hermano Juan en el despacho: recogida de correspondencia, coordinación, acompañamiento». «Sí, hombre, de ordenanza estaba el chico», afirma. Y Guerra sigue hablando. «Jamás he alentado a nadie para que utilice mi apellido». «Pero tendrá morro», dice el gallego. A su lado, otro señor sentencia: «Que dimita y que no intente sacar otros trapos sucios». El vicepresidente no escucha a los visitantes del bar. Pero los visitantes del bar si le escuchan a él. Guerra habla de lo favorable de la situación económica del país.

El gallego parece no poder contenerse. «Lo dirás por tí y por tu hermano. Pero tendrá morro este tío...», insiste. En la radio, comienzan a desfilar los portavoces de los grupos parlamentarios. El camarero vuelve a acercarse. «No han querido televisarlo porque son unos sinvergüenzas». En las ondas, Azkárraga pide la dimisión del vicepresidente por primera vez.

Un «así se habla» suena al fondo del mostrador. Cuando la voz de Alejandro Rojas Marcos, un abuelo, un poco sordo y ciego, ayudado de dos bastones se acerca. «Aún sigue hablando ese tío», dice confundiendo posiblemente al dirigente andalucista con el propio Guerra. Como en los tiempos de nuestros padres, el mundo, al menos por unas horas, sigue girando alrededor de la radio. Anasagasti, Rebollo, Roca, Sartorius, Alvarez Cascos y Martín Toval toman sucesivamente la palabra, entre los comentarios de los pocos que aún quedan en el bar. Las palabras de Anasagasti despiertan los recelos del camarero «No hay duda. Este no pide la dimisón porque se acuesta con ellos por la noche». Sólo faltaba el sexo.

La palabra «chaqueta» suena en boca del gallego cuando es Rebollo y Roca los que hablan. Nadie hasta ese momento ha roto una lanza por Alfonso Guerra. La radio sigue sonando. El bar está ya casi vacío, hasta el punto de que uno de los camareros, el más locuaz, se pone el chaquetón y se va él también. Sentado sigue el abuelo que no oye nada. De vez en cuando, asoma la cabea por una esquina, guiña los ojos como queriendo prestar más atención y se acerca de nuevo a la radio. «¿Qué quiere la derecha?», dice. Nadie le responde. En el bar, ya no queda nadie.

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